Cuando fui
duende, conocí a un sátiro que me enseñó que yo tenía un mundo; porque yo no lo
sabía, es que yo no le pongo nombre a nada, supongo que es porque me da miedo
el zorro y porque nombrar las cosas es el primer paso a la domesticación, no
sé. La cosa es que aún sin nombre, yo tenía un mundo y él me lo dijo. O sea, no
me dijo literalmente tú-tienes-un-mundo, sino que me preguntó por él y yo me
sentí pobre. Completamente pobre, sin luz, sin hojas, sin gotas, sin colores,
sin nada, hasta que recordé las mariposas y le hablé de ellas. Le hablé de la
ventana de la sala de mi colegio y de cualquier rincón de cualquier encierro.
Le hablé de la cascada, de las mariposas galopantes y de los árboles. Y como él
era un sátiro, todo eso de los bosques y las cascadas le gustó mucho y nos
fuimos a vivir allá.
A mí me
encanta la noche, la busco siempre, la espero. Pero ahora me gustaba dormirme
tempranito para tener los ojos cerrados mucho tiempo y estar todo el rato
posible bajo la cascada. Él a veces estaba sentado muy sereno pensando, y a mí
me gustaba sorprenderlo por entre los arbustos con un libro en la mano. Las
mariposas revoloteaban mucho por encima, así que siempre nos daban sombra y
podíamos estar toda una tarde leyendo. Pero lo que más me gustaba era montar a
mariposa con él, porque cuando sobrevolábamos el mundo las cosas perdían su
peso y ganaban otro color.
Pero a mí él
me daba miedo. Yo lo había dibujado con ansiosa rabia en mi cabeza una tarde que
fui a comprar pan, y cuando lo vi mientras bailaba, me asusté y sentí pena. Es
que yo no sabía nada de él, sólo que parecía haber salido de algún libro, y yo
a veces me alejo de los libros porque me da miedo no entenderlos porque soy
tonta –no digo que porque soy tonta no los entiendo, sino que por pura tontería
mía me atemoriza eso. El miedo me hizo decir muchas cosas raras que hicieron
brotar en mi piel una alergia de espinas. Yo lo pinchaba mucho con ellas porque
pensaba que él me lo pedía, y porque me daba rabia, y también un poco porque
cualquier excusa me servía para tocarlo. Pero las espinas eran venenosas y en
su sangre se juntó mucho veneno que un día vomitó. Cuando lo hizo, me llené de
bilis, de inseguridades y de dudas. Pero antes de eso pintamos la guapa de
azul, que quedó tan bonita y pálida ahí, y que
aún se ve aunque nosotros ya no nos vemos y por eso me recuerda a una
bandera aunque no me gustan las banderas. Esa es la única bonita.
Después que
vomitó se empezaron a deshilachar los días, pero a mí igual me gustaba irme
tempranito a la cama. Y así, bajo esa cascada y sobre las mariposas, aprendí a
decir cosas que luego quise decir de otra manera, con los pies en la tierra, y
cuando busqué alguna ventana o algún espejo de canal, me enteré de que se había
vuelto humano. Sentí mucha rabia y decepción y un día, completamente enajenada,
prendí fuego al bosque. Quedó todo naranjo como con un sol africano y con
paisaje de carbón. Las mariposas parecían murciélagos y gritaban como gaviotas.
Yo sabía que estaba haciendo algo muy malo, que estaba hiriendo a las
mariposas, que las había asustado, que eso era traición, pero la misma
conciencia de ello me daba más ganas de seguir destruyendo.
Me quedé dormida,
no sé cuánto tiempo. No quería abrir
los ojos, me obligaba a cerrarlos porque no podía volver a ese mundo
carbonizado. Me quedé sin mundo, me quedé sola. Yo quise ir a buscarlo, yo
pensé que si lo encontraba, él iba a subir conmigo, e iba a llover mucho y todo
reverdecería. Pero él había desaparecido, se había desintegrado, y nunca supe
de ningún cementerio. Una noche quise hacer un pacto, y mientras caminaba por
el mar negro rompiendo religiones, lo vi llorar de espaldas, como si el océano
se lo hubiese comido con su boca gigante cual madre que protege a su pececito.
Yo no entendí el llanto, quería mirarlo pero se quebró de inmediato, antes de
que pudiera disfrutar de contemplar la fusión entre las lágrimas y el agua
marina. Tuve que volver, caminé mucho, llegué a una puerta y me pillé los dedos.
Por mucho tiempo no quise quitarlos para que él viniera a abrirla. Casi pierdo
la mano.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario