Bajo la blanquecina luz del reducísimo baño blanco mirarse al espejo era no entender, mucho menos ver. Al final del día, el cúmulo de escepticismos patéticos recogidos durante toda la jornada se reunía frente a ella para rendir culto a la tristeza más inútil. Hacer nada era el acto seguido; mirar su reflejo y con asco rabioso por fin admitir en tono de resignación que no se puede esperar siquiera algo (lo que fuera) del espejo y esa imagen: en efecto, rayar con una cuchilla la pobre superficie de vidrio no haría que aquel despreciable rostro que en ella se posaba como luz comanzara a sangrar, como a su vez, deslizar la hoja contra la propia carne en ningún caso lograría que por último no fuese precisamente el espejo el que manchaba el lavamanos con los finos ríos rojos que por él fueron delicadamente cayendo hasta desembocar en la loza blanca.

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